Vivimos tiempos difíciles, tiempos de crecimiento y madurez. Hemos enmarañado nuestras vidas. Adornado en la gran mayoría de los casos nuestras existencias con insignificancias, olvidando la sencillez primigenia vistiéndonos con pomposos títulos mundanos que nunca nos abrirán la angosta puerta de la humildad.
Claro que, cada uno tenemos nuestra propia apreciación de la “Verdad”. Todos construimos a partir de ella todo un edificio que nos permite, ladrillo a ladrillo, crear un mundo “perfecto”, en el que nos encontramos a salvo –eso creemos–, aunque no esté en muchas ocasiones más que cimentado en un barrizal, –pocos reconoceremos este hecho.
La crisis que estamos viviendo, a todos los niveles, no es más que la señal de alarma de que “algo” estamos haciendo erróneamente. Basamos nuestra existencia en un pilar que sin tapujos se llama egoísmo. En realidad no es más que una etapa necesaria, que nunca debió de alargarse más de lo debido en el desarrollo del ser humano. Y que hoy, acabamos de dar el “estirón” necesario o nos veremos irremisiblemente abocados a repetir antiguos, muy antiguos dramas. No seré yo uno de los augureros que diga que el mundo se acaba y que se salve quien pueda. Repito, estamos simplemente creciendo, saliendo de la etapa infantil en la que el ego, como una de sus primordiales tareas a asumir es la de la autoafirmación: “Yo soy”; además del reconocimiento del ego como una entidad separada e independiente de las demás entidades: una individualidad única... Y entrando en la etapa juvenil en la que “el otro” existe.
Los problemas que nos vamos encontrando cotidianamente no podemos resolverlos de un modo permanente solos, ni aún siquiera a través de un grupo pequeño, sino con el concurso de todos. Y aquí hemos topado con un gran reto: un muro construido por millones de entidades individuales e individualizadas, donde casi nadie mira a nadie y, donde a casi nadie le importa nadie, que hay que derribar. Quizás parezca una exageración, pero, ¿cuántos están dispuestos a sacrificarse, a “perder”, a compartir, a quedarse sin nada incluido su “verdad” por estrechar la mano de quien está a su lado? ¿A ir más allá de su pequeña familia de sangre, de su grupo, cualquiera sea este, con renombre o sin él, en ayuda del otro? ¿Somos capaces de superar las diferencias, hasta hoy infranqueables, y percibir en los ojos de cualquiera a un ser humano que puede estar tan temeroso como tú y como yo, aunque deseoso de estrechar su mano con la nuestra y caminar juntos?
¿Demasiadas barreras? La primera y más decisiva a derruir es la de la negatividad, nada es imposible para quien tiene confianza; otra: la insolidaridad. La solidaridad ha creado puentes donde antes sólo había aislamiento; ha hermanado donde antes sólo había venganzas y rencores; ha llevado calor donde sólo había frialdad, ha hecho posible lo imposible aunque haya sido en una escala menor. Si cada uno, allá donde nos encontramos, comenzamos a dar pequeños pasos solidarios, llegará un momento en que seremos tantos que la balanza se inclinará favorablemente y un nuevo mundo será una realidad.
Claro que, cada uno tenemos nuestra propia apreciación de la “Verdad”. Todos construimos a partir de ella todo un edificio que nos permite, ladrillo a ladrillo, crear un mundo “perfecto”, en el que nos encontramos a salvo –eso creemos–, aunque no esté en muchas ocasiones más que cimentado en un barrizal, –pocos reconoceremos este hecho.
La crisis que estamos viviendo, a todos los niveles, no es más que la señal de alarma de que “algo” estamos haciendo erróneamente. Basamos nuestra existencia en un pilar que sin tapujos se llama egoísmo. En realidad no es más que una etapa necesaria, que nunca debió de alargarse más de lo debido en el desarrollo del ser humano. Y que hoy, acabamos de dar el “estirón” necesario o nos veremos irremisiblemente abocados a repetir antiguos, muy antiguos dramas. No seré yo uno de los augureros que diga que el mundo se acaba y que se salve quien pueda. Repito, estamos simplemente creciendo, saliendo de la etapa infantil en la que el ego, como una de sus primordiales tareas a asumir es la de la autoafirmación: “Yo soy”; además del reconocimiento del ego como una entidad separada e independiente de las demás entidades: una individualidad única... Y entrando en la etapa juvenil en la que “el otro” existe.
Los problemas que nos vamos encontrando cotidianamente no podemos resolverlos de un modo permanente solos, ni aún siquiera a través de un grupo pequeño, sino con el concurso de todos. Y aquí hemos topado con un gran reto: un muro construido por millones de entidades individuales e individualizadas, donde casi nadie mira a nadie y, donde a casi nadie le importa nadie, que hay que derribar. Quizás parezca una exageración, pero, ¿cuántos están dispuestos a sacrificarse, a “perder”, a compartir, a quedarse sin nada incluido su “verdad” por estrechar la mano de quien está a su lado? ¿A ir más allá de su pequeña familia de sangre, de su grupo, cualquiera sea este, con renombre o sin él, en ayuda del otro? ¿Somos capaces de superar las diferencias, hasta hoy infranqueables, y percibir en los ojos de cualquiera a un ser humano que puede estar tan temeroso como tú y como yo, aunque deseoso de estrechar su mano con la nuestra y caminar juntos?
¿Demasiadas barreras? La primera y más decisiva a derruir es la de la negatividad, nada es imposible para quien tiene confianza; otra: la insolidaridad. La solidaridad ha creado puentes donde antes sólo había aislamiento; ha hermanado donde antes sólo había venganzas y rencores; ha llevado calor donde sólo había frialdad, ha hecho posible lo imposible aunque haya sido en una escala menor. Si cada uno, allá donde nos encontramos, comenzamos a dar pequeños pasos solidarios, llegará un momento en que seremos tantos que la balanza se inclinará favorablemente y un nuevo mundo será una realidad.
No importa lo que tus ojos vean ni oigan, no hagas caso a quienes quieren que des un paso atrás, sigue avanzando lentamente, paso a paso. Si caes, una mano amiga saldrá a tu encuentro y juntos seguiréis caminando, una más se irá añadiendo y otra, y otra, hasta formar una cadena indestructible. Esta es la Hermandad que hoy vive en este mundo. Estás invitad@ a formar parte de ella. No tiene nombre, ni sede, ni reglas, ni jerarquía. No la busques, pues ella saldrá a tu encuentro. Solamente sigue el camino que tu corazón te señala. Comienza por un gesto amable, una sonrisa.
La tierra y el sol nos hablan y nos están recordando un viejo mensaje: “Sólo el amor tiene cabida en el mundo que estamos construyendo. El amor que nada desea para sí mismo, pues sabe que el otro también eres tú, yo, todos”.
Ángel Hache