Hace ya nueve años de un sueño que ha supuesto un antes y un después en mi vida. No imaginaba que se cumpliría, ni sus consecuencias. Sé que una señal conduce a otra, mas entre ambas hay vivencias, experiencias que hacen que uno pueda crecer y subir un peldaño en la escalera del Amor. Hay que descender, o ascender, a este mundo de tres dimensiones, tocarlo, sentirlo, sufrirlo; hundirse en el fango y acabar amándolo. Sé que a veces no es nada fácil, pues hacerse humano es una elección libre que acarrea consecuencias, heridas en el alma que tardan en cicatrizar y también curaciones milagrosas que purifican. El mayor milagro es saberse eterno, nada ni nadie podrá destruirlo. Este plano de la Vida es un sueño, una ilusión, de la que acabamos despertando un día. La muerte no es más que un principio, el alba de un nuevo día en el que sabemos por experiencia y consciencia quienes somos en realidad…
Y hace algo más de dos mil años que alguien, al que considero hoy mi hermano, lejos de cualquier sectarismo y adoctrinamiento, nos señaló un camino hacia el despertar. Su muerte reveló que es iniciática, comienzo de algo aparentemente nuevo, aunque en realidad fue más lo que en nuestro fuero interno ya sabemos: que la muerte no existe. Existe un Presente eterno. Y estamos aquí para redescubrirlo.
Este es el sueño:
Visitando lo que creo un museo –cuadros expuestos en diferentes paredes con alusiones a la vida cotidiana–, llego al final de un pasillo. Ante mí se encuentra una puerta, de la cual sale una persona ensangrentada. Pensé: “voy a pasar”. Traspaso la puerta y me encuentro en una habitación pequeña, rectangular, con paredes muy altas. Parece totalmente vacía. De pronto, ante mí, veo a Cristo en la cruz. Siento la necesidad de poner mis brazos en cruz. Según mis brazos se van abriendo, noto una fuerza que me va elevando. Esa fuerza entra por mis pies y poco a poco va ascendiendo por mi interior y llenando todo mi cuerpo. La fuerza o energía es como una luz que me inunda, sintiendo una dicha inmensa. A la vez siento que me estoy muriendo.
Una vez muerto, contemplo mi cuerpo a unos pocos metros bajo mi “conciencia”. Veo que de otra puerta, frente a la primera, salen dos seres vestidos de luz que toman mi cuerpo y lo envuelven en una sábana, llevándome seguidamente por la puerta por donde entré. Me dejan en el suelo. Poco a poco recupero la consciencia en ese cuerpo. Me incorporo. Veo que la sábana es blanca con dibujos negros, son soles y lunas.
Miro a mi alrededor y veo que es una sala bastante grande y alta, como si perteneciera a un castillo medieval. A mi lado se encuentran más personas sentadas sobre el suelo, como yo. Me pregunto: ¿qué está pasando?, ¿qué significa todo esto? Me miran sonriendo, como queriendo decir algo tranquilizador. De pronto veo a dos niños salir de un pequeño hueco de una pared y al instante comprendo en mi interior qué es lo que me ha pasado: es una iniciación. No sé cómo supe que era la cuarta.
Ocurrió la noche del cuatro de enero de 2006, a las cuatro de la mañana.
Todo mi mundo en poco tiempo se desmoronó. Donde acabé renunciando a todo cuando mi personalidad había forjado a través del tiempo. Renuncia de todo cuanto uno posee y ama. El vacío más desgarrador se convierte en una realidad palpable. Todo cuanto “ata” a este mundo, a los tres mundos –físico, astral o emocional y mental-, ha de ser abandonado, incluso los deseos que uno cree pilares de una vida espiritual. Nada parecía ya servir de punto de apoyo. Creí servir al Dios más sublime y comprendí que aún a Él le había construido de barro. Sólo me quedé con mis manos vacías y lágrimas en mi alma. Sentí realmente mi muerte, no física, pero era aún peor, más dolorosa, más angustiosa. Es entonces, ya sin deseo, cuando tuve que elegir ante dos caminos aparentemente iguales. En mí resonaban estas palabras: “Sé el último”.
Tomé una decisión crucial en mi vida, la más crucial. Entonces, aun sin saberlo, resucité, aunque mejor dicho, nací a la Vida. Algo en mí había muerto para siempre, quedaba atrás. Y comprendí entonces el alcance del sueño que un tiempo atrás se grabó en mi conciencia.
Todas y todos hemos recibido un regalo “muy especial” que nos convierte en “dadores de vida”. Su energía, su poder, es tan inmenso que sólo cuando somos capaces de Amar es cuando somos merecedores y dignos de él. Lo llevamos siempre con nosotros, es más: es lo que somos. Y lo que nos convierte en seres humanos, dignos de tal nombre. Llevamos en nosotros y con nosotros la construcción y la destrucción de la vida. Nos sometemos voluntariamente a fuerzas cuyas capacidades desconocemos nacidas de nuestro poder creativo, nos envolvemos con ellas, y en ellas experimentamos, sentimos y nos hacemos un solo ser, fusionándonos. Y, al hacerlo, vemos como nacen nuevos mundos que sin dudarlo, habitamos. No hay diferencia entre inmensos sistemas estelares y el más diminuto y microscópico habitante de este planeta Tierra. Todo es parte integrante de ti, de mí, de todos.
El abandono de lo que hasta ahora hemos creído vital es tan necesario como la mano que tiendes para que otro ser, que como tú, busca lo que de verdad importa, más allá de cualquier disquisición y posesión, la tome. Pues sabemos, y está grabado en nuestro ser, que tú, que el otro, es… otro Yo. Es todo cuanto necesitamos encontrar: encontrarnos en el otro. No conozco otro camino hacia la Vida. Pues cualquier camino que tome que me separe de ti, que me aleje, es autodestructivo, dejándonos carentes de la Alegría de vivir.
Hemos nacido para ser felices. ¿Qué nos lo impide?
Morir, en cierta manera, es darnos la oportunidad de adquirir la vitalidad que nos es necesaria para sonreír a la Vida. El miedo que nos aferra a este mundo es mera ilusión, y todos, sin excepción, nos encontraremos un día ante el portal de la muerte. No dudéis, que lo traspasaremos, y seguiremos siendo tan conscientes como antes de dar el paso. Tocaremos a quienes estén a nuestro lado, respiraremos, veremos y… seguiremos gozando de nuestra creación. Habremos desgarrado, entonces, un velo que nos impedía Ser y Amar. No olvidéis que cada día morimos un poco, y nacemos un… mucho. Dejemos que pase a formar parte de nuestro inconsciente la muerte, de nuestro sistema vegetativo autónomo. Y, ocupémonos de lo que de verdad hemos venido a este mundo: ¡a ser felices!
Ángel Hache