Las palabras se las lleva el viento, su esencia permanece hasta que te liberas y ya nada te ata

VIDA-MUERTE UNA UNIDAD INDISOLUBLE (Dokusho Villalba)



Ponencia de Dokusho Villalba: “Vida-muerte, una unidad indisoluble” en la VII JORNADAS SOBRE ELABORACIÓN DEL DUELO (TALITHA)

                                  23 y 24 de marzo 2012, Albacete

     
Presentación de Dokusho Villalba, a cargo de Rosa Valles, secretaria de Talitha
                    
Francisco Villalba es el nombre original del maestro Dokusho, palabra japonesa que significa “Luz propia”.
Nació hace 56 años en Utrera, un pueblo de Sevilla.
Es un andaluz de pura cepa, como solemos decir; sus abuelos maternos fueron originarios de Olvera, un pueblo de Cádiz. Su abuelo Rodrigo fue un líder campesino que perdió la vida luchando por la República, entonces fue cuando su abuela Josefa decidió viajar hasta Utrera donde dio a luz a María, su madre, quien se convierte en una joven y conoce a Antonio, el pequeño de cuatro hijos de un matrimonio de arrieros, Gracia y Francisco, su abuela y abuelo paterno, de quien lleva su nombre.

Seguramente sus padres María y Antonio, hijos de la postguerra y jornaleros infatigables, nunca hubiesen podido imaginar que uno de sus hijos, Francisco, al que con gran esfuerzo habían podido darle la educación que ellos nunca tuvieron, en un colegio de Salesianos, llegaría a ser un maestro budista Zen, en lugar de mecánico de coches, como ellos habían pensado. Pero el destino tenía reservado otro plan para él, y un día mientras estaba cursando segundo curso de magisterio, asistió por casualidad a una conferencia sobre Budismo Zen, y quedó tan impresionado que decidió abandonar su tierra natal, para viajar hasta París y emprender un camino totalmente distinto del que había llevado hasta entonces.
Allí fue ordenado monje Zen por
el venerable maestro Taisen Deshimaru Roshi, cuando apenas tenía 22 años. Tras la muerte de su maestro, decidió marcharse al norte de Japón, donde recibió la Transmisión del Dharma de su segundo maestro el venerable Shuyu Narita Roshi, en el Templo Budista Todenji en 1987.
Regresó a España para fundar la Comunidad Budista Soto Zen española que cuenta con centros de meditación en las principales ciudades españolas, y crea el Templo Budista Luz Serena, ubicado en el Parque Natural de las Hoces del Cabriel, cerca de Requena, en Valencia. Allí reside habitualmente junto a los miembros de su comunidad, entregados a la práctica espiritual y al servicio de la enseñanza del Budismo Zen, acogiendo a miles de personas, que acuden en busca de inspiración y paz espiritual.

Viaja por toda España, Europa y América Latina impartiendo seminarios, conferencias y retiros de meditación Zen, con un estilo de enseñanza sencillo y coloquial, cautivador y poético. Ha escrito más de 30 obras sobre budismo Zen y espiritualidad oriental, entre trabajos propios y traducciones de textos clásicos.
Es padre de un joven apuesto, le apasiona la fotografía y le encanta el pescaito frito. Hace apenas unos días, participó en una investigación en el campo de las neurociencias, en la que los expertos afirman que la meditación zen mejora la salud y puede dar resultados eficaces en patologías psiquiátricas vinculadas a la depresión, la angustia y los sentimientos de soledad.

Bajo el título “Vida-muerte, una unidad indisoluble”, el maestro Dokusho nos habla esta mañana del sufrimiento en todas sus dimensiones, de sus causas, de la conciencia acerca de la vida y la muerte, de la práctica espiritual como camino de liberación y del Budismo como tradición espiritual que sustenta la práctica de la meditación Zen.



Ponencia de Dokusho Villalba: “Vida-muerte, una unidad indisoluble”

Buenos días a todos, es un honor para mí estar aquí esta mañana, invitado por la Asociación Talitha, para compartir con vosotros algunos aspectos de mi experiencia en la vía del Budismo Zen y para compartir  lo que la tradición Zen tenga que decirnos y que pueda servirnos de inspiración, a la hora de enfrentar el hecho tan radical como es la pérdida de un ser querido, en particular si se trata de un hijo o de una hija o de un hermano.

Yo os voy a pedir un minuto de silencio para poder enfocar un poco la atención en el tema que nos va a ocupar durante este tiempo. Os sugiero que cerréis los ojos, y os quedéis en una actitud tranquila, de relajación, dejando fuera todos los problemas que podamos tener en la vida cotidiana, lo que hayamos hecho antes, lo que pensemos hacer después, y nos concentremos justo en lo que estamos sintiendo ahora. Es una toma de contacto con vuestro propio cuerpo, con vuestra respiración, poneros lo más cómodos posible, y en este minuto de silencio me voy a permitir recitar algunos de los sutras o mantras que solemos usar en la tradición budista Zen. (Recitación de sutras)

Esta mañana me presento ante vosotros con muchísimo respeto y humildad.
En esta vida podemos encontrarnos con muchas formas de dolor y de sufrimiento, pero sin lugar a dudas el dolor y el sufrimiento más intenso es el provocado por la muerte de un hijo o hija. Como padre que soy puedo apenas intuirlo, y siento que no es fácil mirar de frente esta pérdida sin que algo muy profundo se desplome dentro de uno mismo.

La Asociación Talitha de la que muchos de ustedes sois miembros está desempeñando en este sentido una gran labor de ayuda a la elaboración de este duelo tan especial.

Los múltiples profesionales que van a participar en estas Jornadas y que lo han hecho en ediciones anteriores, abordan la situación del duelo desde distintas perspectivas, contribuyendo todos ellos a la necesaria integración del dolor y del duelo. Mi contribución será compartir con ustedes mi visión y la enseñanza y la experiencia que he recibido de la tradición budista Zen, que desde hace más de 2.500 años viene enriqueciendo el proceso del despertar de las conciencias de los seres humanos, tanto en Oriente como en Occidente.
Un punto importante es entender que la manera de experimentar la vida y la muerte viene dada por la percepción que tenemos de la Vida y de la Muerte. Es decir, por lo que pensamos, por lo que creemos que es la Vida y La Muerte.
Esta percepción que cada uno tiene a su vez está condicionada por la cultura, por la educación, por el sistema social en el que vivimos, dicho de otra manera, lo que vemos, lo que percibimos depende del punto de vista desde el que miramos. Este punto de vista desde el que miramos las cosas, el nacimiento, la vida, la vejez, la enfermedad, la muerte, estos son condicionamientos psicoemocionales que constituyen lo que podríamos llamar el marco cognitivo o las gafas coloreadas con las que vemos la realidad.

Las enseñanzas del Budismo Zen, la práctica y la experiencia del Budismo Zen tiene como fin ayudarnos a transformar estos marcos cognitivos que muchas veces son rígidos, inconscientes, en gran medida ilusorios, de la misma manera que es ilusoria una realidad rosácea cuando se mira con gafas teñidas de rosa. Las enseñanzas del Budismo están destinadas a ayudarnos a quitarnos de alguna forma las lentes coloreadas con las que percibimos la realidad con el fin de que podamos despertarnos a la verdadera naturaleza de lo que es la existencia humana. Es en este sentido, que debe ser entendida mi aportación de esta mañana.

Para empezar, permitidme que me remonte al origen de la tradición budista, porque en él vamos a entender ya muchas cosas, no es que pretenda daros una clase de catecismo budista o de religión budista, no es eso. Es que necesitamos remontarnos hasta el fundador para poder entender algunos hechos significativos de su vida que nos ayuden a comprender también la nuestra.


El fundador de la Tradición Budista fue el Buda llamado Shakyamuni, que vivió alrededor del siglo V antes de la era común. Nació como hijo de rey en el norte de la actual India. Su madre murió poco después del parto y el joven Sidharta que así se llamaba como príncipe, fue criado por su tía y por su padre, el rey. El rey como todo padre estaba muy orgulloso de que su primer hijo fuera varón y tenía grandes esperanzas puestas en él para que le sucediera en el trono. Pero poco después de nacer, un sabio ermitaño que vivía en las montañas, después de haber visto ciertos signos en el cielo, que le hacían comprender que había nacido un ser muy excepcional, bajó de su retiro y fue a ver al recién nacido, y cuando estuvo ante él dijo que ese niño era un ser excepcional y que llegaría a ser un gran líder político, o bien un gran rey, o bien un gran líder espiritual para la humanidad. Su padre, el rey, no quería que fuese un líder espiritual, sino que se convirtiera en rey y le sucediera en el trono. Por ello, tomó una medida drástica e hizo que el hijo estuviera siempre bajo vigilancia de sus preceptores. Construyó un gran recinto amurallado en el interior del cual había distintos palacios, jardines, lagos, con cuatro puertas, y puso vigilantes en todas las puertas para evitar que el joven no saliera nunca del recinto amurallado, esto era con el fin de que no entrara en contacto con la vida común de los seres humanos. Es decir, le construyó una realidad idealizada. Así que dentro del recinto se encerró al niño y creció sin tener conciencia de lo que era la vida normal de cualquier ser humano. Allí el joven recibió una educación esmerada, destinada a convertirle en el futuro rey, creció, alcanzó la edad adulta y se casó con la princesa de un reino vecino con la que tuvo un hijo. Así que nada perturbaba la existencia placentera del príncipe heredero. Se dice que su padre ordenó que todos los sirvientes de palacio fueran jóvenes, hermosos, en buena salud, sin ningún defecto físico. Las flores marchitas eran apartadas inmediatamente con el fin de que el príncipe no viera ese aspecto decrépito de la Vida. Incluso el rey mismo se teñía continuamente el pelo y se cuidaba para evitar que el hijo viera en él síntomas de envejecimiento.

Pero el joven Sidharta, ya casado y con un hijo sintió curiosidad por la realidad que se encontraba más allá de las murallas y una noche salió furtivamente acompañado por su criado. Ahora, debemos reflexionar, ¿en qué medida nos sentimos identificados con la actitud del padre del príncipe? De alguna manera esto es algo que nos concierne a todos. Es una historia antigua, pero es una historia moderna y actual. Muchos padres por deseo de proteger a sus hijos, le construyen una muralla alrededor, con el fin de que no entren en contacto con ningún aspecto digamos negativo, o decrépito de la Vida. Es lo que decimos: “Todos queremos lo mejor para nuestros hijos”. Lo mejor es que estén en buena salud, que sean fuertes y hermosos, que se alimenten bien, que se casen con la princesa más bella, tal vez por exceso de celo, tratamos de aislar a nuestros hijos de lo que es la Vida tal y como es. Pero sea como sea, la Vida es la Vida, y en un momento u otro, nuestros hijos saltan las murallas que les hemos construido para su seguridad, para su protección. Tarde o temprano entran en contacto con los aspectos más crudos de la realidad.

El joven Sidharta, salió la primera noche y se encontró con un anciano que caminaba, asombrado ante la vista de él, una persona de edad tan avanzada, porque nunca había visto a nadie tan anciano, le preguntó a su sirviente: “¿Qué clase de persona es esa? Su espalda está encorvada, su rostro está lleno de arrugas, su cabello está casi completamente blanco, y casi no puede caminar. ¿Quién es ese hombre tan feo? Y su sirviente le respondió: “es un anciano, Majestad”. Entonces, el príncipe le dijo: “Pero, ¿qué le ha pasado? ¿Por qué tiene ese aspecto?” Y su sirviente le contestó: “todas las personas se vuelven así. La vejez es el destino común de todos los seres humanos. Su majestad algún día será un anciano como éste que vemos”.

Inmediatamente al príncipe se le quitaron las ganas de seguir explorando el mundo, dio la vuelta y regresó a palacio. Pero otro día, sintió de nuevo curiosidad y salieron otra vez por otra puerta por la noche mientras los guardias dormían. En esta ocasión se encontraron con una persona muy enferma. Al ver esta persona que padecía un debilitamiento extremo, le preguntó a su criado: “¿Qué clase de persona es esta?” y este le contestó: “es un hombre enfermo. Ahora su Majestad está joven y sano pero algún día sin lugar a dudas enfermará también”.

Y otro día salieron por otra puerta y se encontraron con una comitiva fúnebre. Al ver el muerto que llegaban en la parigüela que llevaban al crematorio, rodeado de un grupo de personas que daban gritos de dolor y desconsuelo mientras se dirigían a la hoguera para incinerar el cuerpo, preguntó: “pero ¿qué es eso?” Y su criado le respondió: “Es un ser humano que ha muerto, y aunque su Majestad esté ahora vivo, también algún día morirá”. Así que el príncipe después de haber entrado en contacto con esta realidad de la Vida, perdió la alegría y sucumbió a un estado de tristeza, melancolía y desesperanza, al constatar la naturaleza y el destino de la vida humana. Dejó de comer, dejó de festejar, y se dice que un sabor de cenizas se instaló permanentemente en la boca. Necesitaba encontrar un camino para resolver esa gran angustia que se había instalado en su pecho. Así que se decidió a salir en otra ocasión y enseguida encontró a un asceta errante, un buscador en la Verdad, un sadú, como se encuentran tantos todavía en la India, que van vestidos de viento, con un taparrabos, y se entregan a las prácticas meditativas, apartados de la sociedad. Entonces, el príncipe comprendió que por ahí podía haber un camino, y al regresar al palacio tomó la decisión de abandonar a su mujer, a su hijo, a su familia, su estilo de vida y su rango para buscar el origen del dolor y del sufrimiento que aqueja a la vida humana. Se fue al bosque y permaneció seis años viviendo como un asceta errante, estudiando con los mejores maestros de la época, practicó el ascetismo, el ayuno, hasta tal punto de poner en peligro su vida. Hasta que un día decidió sentarse inmóvil, en meditación, resuelto a no levantarse hasta no haberse liberado completamente del dolor y del sufrimiento, hasta no haber comprendido la raíz del dolor y del sufrimiento de la existencia humana.

Allí estuvo, en la postura de meditación, en un estado de profunda introspección, siete días, se dice que las arañas tejían sus telas en sus párpados, hasta tal punto estaba hierático, y que los pájaros anidaban en el hueco de sus manos, porque parecía un tronco muerto. Al amanecer del séptimo día, contemplando la estrella del alba, el asceta alcanzó el despertar y se convirtió en un Buda. Buda es una palabra que significa despierto. Enseguida le buscaron otros buscadores de la verdad y le pidieron enseñanzas y le preguntaron a cerca de la Verdad que él había experimentado.


Entonces el Buda Shakyamuni proclamó lo que se conoce como las cuatro nobles verdades que constituyen el corazón de las enseñanzas budistas y de la experiencia iluminada del Buda. ¿Cuáles son? La primera verdad es que la existencia humana siempre viene acompañada de duka, palabra sánscrita que se traduce como dolor y sufrimiento. Pero que debe ser entendida no solo como dolor y sufrimiento corporal y emocional, sino también como un pesar, una angustia existencial, un estado de insatisfacción y de inseguridad. Este estado no se refiere solamente en los estados desagradables, sino también  a los agradables. El Buda enseñó que obtener lo que se desea produce dolor y sufrimiento, porque cuando se ha conseguido, surge el miedo a perderlo. Enseñó que no tener lo que se desea produce dolor y sufrimiento. Enseñó que apegarse a los que se aman produce dolor y sufrimiento, y que perder a los que se aman produce dolor y sufrimiento. Y enseñó que incluso obtener gozo, riqueza, felicidad y fortuna genera dolor y sufrimiento, porque uno siempre vive en la intranquilidad de perder aquello que ha conseguido. Tenemos que constatar que cuando atravesamos las murallas de la realidad ideal que nos construimos en nuestra cabeza, nos encontramos continuamente y de muchas formas con el dolor y el sufrimiento tanto en nosotros como en los demás.

La experiencia del dolor y el sufrimiento nos unifica y nos hermana a todos los seres porque sea cual sea nuestro sexo,  nuestra raza, nivel social, nuestra religión o nuestra lengua, todos estamos continuamente sujetos a una forma u otra de dolor y de sufrimiento.

La segunda noble verdad habla de las causas de duka, que son dos actitudes emocionales extremas, por un lado el apego ciego, y por otro lado el odio, aversión o rechazo. Son dos familias de emociones. El Buda descubrió que la causa última de estos dos estados emocionales es la ignorancia.

La tercera noble verdad es que los seres humanos tenemos la capacidad de vivir en un estado de pleno gozo interno, llamado suka. En oposición a duka. Por lo tanto tenemos la facultad de liberarnos del dolor y del sufrimiento innecesario.

La cuarta noble verdad es que hay un camino para liberarse del dolor y del sufrimiento, y alcanzar un estado de pleno gozo interno. Este camino constituye lo que se llama dharma del Buda, camino o enseñanza del Buda, o budismo.


En el Budismo, se distingue entre dolor y sufrimiento y entender esto es muy importante. El dolor ya sea físico o emocional es siempre una experiencia puntual, que tiene lugar debido a causas puntuales. Por ejemplo, estamos caminando vamos en sandalias, tropezamos con una piedra, nos hacemos daño en el dedo, sangramos, gritamos, nos duele, y pasamos unas horas o unos días experimentando el dolor, pero después el cuerpo se regenera y ese dolor desaparece y no deja huella, como si nunca hubiera existido. Así, el Buda nos enseñó que hay ciertas formas de dolor que son inevitables en la Vida. Así como experimentamos placer, experimentamos dolor, porque van juntos.
El sufrimiento es una rumiación mental y emocional de una experiencia dolorosa, experimentada en el pasado. ¿Entendéis la diferencia? El sufrimiento aparece en el presente y se cronifica aunque las causas del dolor pasado ya hayan desaparecido.

Después, la rumiación mental y emocional, es la que recrea continuamente en la mente la experiencia del dolor pasado dando continuidad en el presente a un dolor que se cronifica y se perpetua, convirtiéndose en un sufrimiento mental y emocional continuo que no tiene base real.

Además, en el Budismo se distingue también entre el dolor inevitable del dolor evitable.

Desde este punto de vista, aunque el dolor experimental que vivimos debido a la pérdida de un ser querido es inevitable, el sufrimiento que puede provocar este dolor sí es evitable. Con respecto al dolor inevitable que forma parte y es inseparable de la Vida, sabemos que todo lo que nace, muere, siempre, todo lo que empieza, acaba, siempre. No hay nada que haya empezado y que no acabe nunca, no hay nadie que haya nacido y que no haya muerto o no vaya a morir nunca, por lo tanto esto es Ley de Vida. La muerte es ley de vida, una ley de vida inamovible, porque no podemos hacer nada para evitarlo y reconocer que estos los límites de nuestra existencia y de aquellos a los que amamos. Esto es muy importante darse cuenta y aceptar que las cosas son como son, y que nuestra existencia es como es, y que como hemos nacido, vamos a morir. Y que la condición previa para que alguien muera, es que previamente haya nacido.

Con respecto a la forma de dolor inevitable, no podemos hacer nada más que aceptarlo y desarrollar la paciencia necesaria para evitar que este dolor inevitable se convierta en un sufrimiento crónico. Pero vayamos a las causas del dolor evitable, del dolor inevitable y del sufrimiento. El Buda enseñó que el apego y su opuesto, el odio, el rechazo, son sus principales causas. Yo comprendo que puede resultar muy duro para un padre o una madre que ha perdido a su hijo o a su hija, oír que la causa de su sufrimiento es debida a su apego, pero así es. Podemos pensar que sentir apego por un ser querido es lo más natural del mundo, que todo el mundo siente apego por sus seres queridos, que eso es una norma, es algo normal, común, es cierto, pero amor y apego no son exactamente lo mismo. En general se identifica el amor con el apego, y en general ni siquiera sabemos qué es amar sin apego. Pero no es el amor lo que produce el dolor y el sufrimiento, sino el apego. El apego es decir: “mi hijo, es mío, forma parte de mí, lo he parido yo, lo he criado yo, lo he alimentado yo”. No solo nuestros hijos son nuestros, que ni siquiera nosotros mismos somos los propietarios de nuestra propia existencia. La tradición Zen dice que un ser humano solo puede estar seguro de dos cosas: una, que vamos a morir, la otra que no sabemos ni cuándo, ni dónde ni cómo. Esto es segurísimo, lo demás, absolutamente todo lo demás es incierto. No tenemos ninguna seguridad de que mañana vamos a seguir vivos, aunque digamos: “yo quiero seguir vivo”, es algo que no depende de nuestra voluntad. Es un poder que está más allá de nosotros. Así que aunque nos apeguemos a nuestra propia vida, a nuestro cuerpo, aunque nos apeguemos a la vida y al cuerpo de aquellos a los que amamos, a los que estamos apegados, no es ninguna garantía de nada. Amor y apego no es lo mismo, aunque nos resulte tan difícil separarlos y distinguirlos. El amor es un sentimiento que libera tanto al que ama como al que es amado, el amor da alas, da libertad, incluso la libertad de no recibir nada a cambio del amor. El apego por el contrario, esclaviza, tanto al que lo siente como a la persona que es objeto del apego. Cuando estamos apegados a alguien, por lo general no le permitimos Ser tal y como es, porque lo que queremos es que sea como a nosotros nos conviene que sea. Por lo tanto el apego está imponiendo algún tipo de condición al otro o a la Vida. El amor no busca nada para sí mientras que el apego siempre trata de apropiarse y de poseer. El amor da, el apego exige y espera.

El amor hacia nuestros hijos nos permite ver a nuestros hijos como son en realidad, son seres distintos a nosotros, diferentes, tienen su propio destino, han nacido y van a morir en un tiempo que no sabemos cuándo es. Seres que han tenido su propio nacimiento, distinto del nuestro, seres que han tenido su propia Vida, distinta a lo que nuestra vida es; son hijos de la Vida de la misma forma que también nosotros lo somos. Sin embargo, el apego nos hace identificarnos con nuestros hijos, nos hace verlos como una continuidad de nosotros mismos, es como si fuera un “yo” en pequeñito, o un nuevo “yo” que está creciendo. Y de alguna forma nosotros tratamos de perpetuarnos en nuestros hijos. Por eso esperamos que hagan lo que nosotros no hemos podido hacer, que ellos lleguen a donde nosotros no hemos podido llegar, por eso esperamos que ellos sean lo alto, o lo guapo, o lo listo, que nosotros no hemos sido, de alguna forma esperamos que cumplan o realicen nuestros propios deseos con el fin de evitar nuestro propio sentimiento de frustración. Cuando nos proyectamos de esta forma en nuestros hijos, sin realmente verlos en su singularidad y separatividad y diferencia de nosotros, cualquier cosa que pueda ocurrirles a ellos es como si nos ocurriera a nosotros mismos, porque los consideramos una prolongación de nosotros mismos. Pero nuestros hijos no son nuestros, sino que son hijos de la Vida, y así como se produjeron unas condiciones para que tuviera lugar su nacimiento, cuando otras condiciones se dan, se produce o se ha producido su muerte, y tanto su nacimiento como su muerte están más allá de nuestra propia voluntad personal incluso. Pero ¿por qué surge en nosotros este apego, esta fijación tan ciega, esta compulsión, esta actitud emocional? ¿Es posible vivir y amar de otra forma más depurada que no sea tanta causa de dolor y de sufrimiento para nosotros y para los demás? Sí, es posible. El Buda enseñó que la causa profunda del dolor y del apego es la ignorancia. Este es un punto muy importante del budismo Zen y de nuestra Vida. Ignorancia en este caso no significa no saber leer ni escribir, no es analfabetismo, es un estado mental y emocional. Originalmente el término se traduce como oscuro, poco claro. La ignorancia es como un estado de alucinación, es ver algo que no existe, es ver algo que no es real, y por lo tanto no ver lo que las cosas son de verdad, es como un espejismo, y vosotros os preguntaréis ¿y esto qué tiene que ver con el tema que estamos tratando? Tiene que ver porque por ejemplo esta ignorancia que podemos llamar existencial, se manifiesta de unas formas muy concretas en nuestra vida y en nuestras relaciones. La forma más común en la que se manifiesta es mediante la negación de la impermanencia. ¿Sabéis lo que significa? Lo contrario de permanencia. Nosotros estamos acostumbrados por condicionamiento cultural, social, educacional a creer o a esperar que las cosas son lo que son para siempre. Porque aquello que permanece nos da seguridad, pero esa seguridad es ilusoria, porque nada permanece idéntico a sí  mismo de un instante a otro. Nosotros también, cada mañana cuando nos miramos en el espejo decimos: “soy yo, el mismo que ayer y antesdeayer”, pero eso es mentira, no somos el mismo, llevamos cincuenta años diciéndonos lo mismo, nos reconocemos y nos llamamos yo, como si hubiera algo o alguien en nosotros que permaneciera siendo lo mismo o el mismo, año tras año, pero en el fondo sabemos que eso no es verdad, no somos un yo estático, no somos una estatua de bronce en el parque, ni siquiera una estatua es siempre lo mismo. Por eso, nosotros, para sentirnos seguros queremos que las cosas no cambien, que permanezcan como congeladas, pero esto es imposible, porque la Vida es un río, está siempre en movimiento, la vida nunca está quieta, en el momento que queremos dejarla quieta a través del apego, esa actitud de apego es ya la causa del dolor y del sufrimiento. Entonces si nos despertamos a lo que la realidad es, lo que aprendemos es a fluir con el movimiento, aceptando lo que se presenta en cada momento ante nosotros. La muerte es un hito más en el proceso de transformación continua que es la Vida. Nosotros somos individualmente como olas en el océano de la Vida. La ola no puede decidir en qué dirección va a ir. La ola no decide cuándo aparece y cuándo desaparece, la ola obedece el movimiento del océano, el movimiento de la vida. Y aunque se resista o luche, no puede evitar finalmente abandonarlo todo, perderlo todo y fundirse de nuevo con el océano. Si en el tiempo en el que somos olas, conocemos a otras olas que van con nosotros y decimos: “eh! Qué bien que te he encontrado y que vamos juntos”, un instante juntos, después no se sabe cuál de las dos o de las tres olas que forman la familia de olas va a ser la que se funda primero con el océano. Pero da igual la que se funda primero en el océano porque tarde o temprano todas las olas nos vamos a fundir con el océano. Desde este punto de vista, la muerte no existe. Existe la transformación continua, pero la Vida con mayúsculas es siempre la Vida. Y ¿por qué apegarnos a una pequeña parte de la Vida? ¿Por qué no abrirnos a la inmensidad que es la Vida? ¿Por qué no abrirnos a recibir todo lo que la Vida nos da en cada momento? ¿Y por qué no abrirnos a perder lo que la Vida nos ha dado en un momento dado? Así son las reglas del juego de la Vida, cuanto más nos apeguemos, más vamos a sufrir, un sufrimiento innecesario y no estamos aquí para sufrir, estamos aquí para realizar el pleno gozo interno. Así, lo importante es despertase del sueño de la ignorancia para mirar de frente la verdadera naturaleza de la realidad.

Otra forma como se manifiesta la ignorancia es negando el dolor y la angustia que produce la inseguridad de no saber, negando nuestro propio dolor, una vez que aparece, no debemos negar el dolor, no debemos creer que sufrir es algún tipo de fallo en nosotros, o que estar en un estado de duelo, de zozobra, de tristeza por la pérdida es algo patológico o enfermizo, no, es lo más natural del mundo. Y de hecho, la sanación por la pérdida, como seguramente ya sabéis por vuestra experiencia comienza cuando se acepta en primer lugar el dolor en uno mismo que ha provocado esa pérdida. Si uno niega su propio dolor no hará nada para integrarlo, para elaborarlo, es lo que se llama el falso duelo, porque hay una resistencia a tomar conciencia del propio dolor, como os han dicho vuestros psicólogos en vuestra asociación, vivir el duelo es necesario, de lo contrario el duelo se cronifica, y la pena que no hemos sentido en el momento que la teníamos que sentir, aparece muchos años después de una forma mucho más patologizada. Entonces, la cuestión es cuando aparece el dolor, ábrete al dolor, si lo vives conscientemente, aceptándolo como una experiencia inevitable que forma parte de tu experiencia de la Vida, ese dolor será metabolizado, integrado y desaparecerá y tú podrás seguir viviendo. De lo contrario, ese dolor puede convertirse en sufrimiento, en un desgaste continuo, durante el tiempo, más allá de lo que digamos naturalmente razonable. Así cuando pensamos en la muerte, ya sea la propia o la de un ser querido, pensamos que es un fallo del sistema, que es un error, por eso tratamos de evitarla, sobre todo en la medicina moderna, industrial y tecnificada, hay una lucha encarnizada contra la muerte, como si la muerte fuera el enemigo, como si los seres humanos tuviéramos que desterrar a la muerte de la vida. Pero, eso es imposible, porque no hay vida sin muerte y no hay muerte sin vida. Nosotros oponemos la vida a la muerte, y creemos que la muerte es una cosa distinta de la vida, pero la muerte y la vida, son las dos caras de una misma manera, son dos maneras de llamar a una misma realidad.


Ahora mismo, el sentido común nos dice que estamos vivos, pero en realidad nos estamos muriendo, estar viviendo es estar muriéndose, ¿no? Es decir, para llegar a ser el que somos en este preciso instante, hemos tenido que dejar de ser el que fuimos hace media hora, ¿verdad? Para estar aquí en donde estamos ahora, hemos tenido que dejar el sitio donde estábamos hace una hora y media. Es inevitable, desde el punto de vista del Budismo estamos continuamente naciendo y continuamente muriendo. Como las olas de un océano, el océano permanece pero las olas están continuamente naciendo y continuamente muriendo. Las células del cuerpo están continuamente regenerándose, y en varios años ya no queda ninguna de las que formaron nuestro cuerpo antes, somos otro cuerpo, somos otro organismo, y sin embargo, tenemos la ilusión de que somos lo mismo, el mismo. Somos un proceso vivo. Hay veces que la vida se manifiesta ante nosotros con aspectos muy seductores, muy agradables,  muy bellos, y decimos “ay qué bien, lo quiero”, y después decimos: “que no se muera, que se quede así siempre”. Pero es imposible. E igual sucede con el rechazo, decimos: “ah, esto no lo quiero”, no importa, como Mafalda: no quieres sopa, pues toma, tres cucharadas. Cuando nuestra actividad emocional está polarizada en el rechazo extremo y en el apego extremo, el dolor y el sufrimiento estarán siempre acompañándonos. Así, reconocer que la muerte no es un error, sino que es la cosa más natural del mundo, no es algo excepcional. Tenemos que aceptar que la muerte es lo más natural que le puede pasar a alguien  que está vivo, y no es una excepción. La excepción es que la Vida siga perpetuándose, eso sí que es extraordinario, porque la Vida de cada uno de nosotros está basada en una serie de condiciones imprescindibles, para que un ser humano pueda permanecer vivo y que basta cualquier cambio pequeño, para que la vida se acabe, basta un pequeño microbio invisible para que todo el organismo colapse. La Vida es un milagro, un equilibrio inestable, y la muerte es lo más natural del mundo. Por eso, aceptar la Vida completamente  implica aceptar la muerte completamente, no podemos jugar a esta baraja cogiendo solo la mitad de las cartas y decir: “con estas cartas juego pero con estas otras no”. Imposible. Aunque nos construyamos un bunker de hormigón para evitar que nada nos suceda, eso no va a impedir que la muerte surja. No existe ninguna familia, ninguna casa en la que no haya muerto alguien, porque la muerte forma parte de la Vida y la Vida es inseparable de la muerte.

Muchísimas gracias por vuestra atención.

 (Dokusho Villalba)

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