Nono, ¿existe Dios?
Ven, acompáñame al jardín.
Ambos –abuelo y nieto–, bajaron la escalera que les
introducía en el jardín. No era grande, pero en él no había rincón donde no
creciera una planta; un suelo empedrado serpenteado por hierba que quería
destacar, queriendo decir: “¡eh, aquí estoy, me renuevo una y otra vez
despertándome del crudo invierno!”; un par de casitas de madera, ancladas a
unos largos postes bien hundidos en el suelo, daban alimento y cobijo a quienes
todos los días del año alegraban con sus trinos el alba: gorriones,
verdecillos, capuchinos –así los bautizó el abuelo por su parecido con el
ropaje de unos monjes–, estorninos… y las gaviotas, surcando el cielo celeste
expresando con su
graznido: “subid a esta altura con nosotras, el paisaje es
extraordinario”.
Observa –le dijo el nono– cuanto nos rodea, la variedad de
plantas, las flores que perfuman el jardín, los árboles destacando por su
porte… El pequeño recorría pisando con mucho cuidado el empedrado –las hormigas
habían construido un sendero desde el pie de las casitas hasta su hormiguero,
todos los días un pequeño regalo en forma de alpiste alegraba a las aves que,
con ellos, convivían–. Se sentó en un balancín y en silencio permaneció atento
a unas piedras… Al cabo de unos pocos minutos un ratoncillo aparecía,
primeramente algo temeroso, y cuando comprendió que no había peligro se unió al
banquete junto a las hormigas. Dos más se unieron a la fiesta…
El abuelo, su Nono, se acercó a él despacio para que ningún
habitante del jardín se asustara. En silencio pasó un largo tiempo, entrando ambos
en sus mundos interiores o quizás simplemente contemplando cuanto sus ojos eran
capaces de captar.
–Me preguntabas si existe Dios. Bien, como has comprobado en
este rato, y a lo largo de los años, pocos para ti, el jardín ha crecido, unas
plantas se han adaptado bien a él, otras en cambio no les ha ido tan bien; los
árboles han crecido y algunos nos han regalado su fruto; el joven olivo que
cuando llegó tenía tu estatura, ahora necesitamos una larga escalera para
alcanzar su copa. Todos ellos, plantas, árboles, ratoncillos, gorriones…
incluso los que viven bajo la tierra, como las lombrices que asoman cuando
llueve con intensidad… El jardín cada año se renueva, algunas plantas
despiertan de su letargo invernal, otras siempre nos alegran con sus hojas
perennes. Siempre, de un modo u otro estamos inmersos en vida, todo cuanto nos
rodea es vida, incluso aquello que creemos que ha muerto… es vida en plena
transformación. La hoja que cae del árbol ha cumplido un ciclo y ahora se va a
fundir con la tierra… y de la tierra volverá a ver la luz del Sol bajo otra
apariencia. ¡El jardín nos habla en un lenguaje sin palabras! Cuando has estado
callado… ¿en qué pensabas?
–En nada, Nono, estaba contemplando el jardín, como me
dijiste.
–¿Qué sentías?
–Escuchaba mi corazón, y es como si otro corazón, uno muy
grande y tan verde –así me lo imaginaba– como el jardín latiera al unísono.
Cuando estoy al lado de mamá, escucho su corazón y lo que siento es igual a lo
que he sentido ahora, aquí. Es como si estuviera ante “otra” mamá que nos velara
a todos y al oír sus latidos me sintiera tranquilo y me dijera: “Yo estoy
siempre contigo, cuidándote”.
–Aquello que sientes, el jardín que contemplas, las aves que
vuelan en el firmamento…Todo, me dice que Dios existe, pues Dios es cuanto ves,
cuanto sientes y también aquello que aún desconocemos y poco a poco vamos
descubriendo. Y lo más importante es el amor que circula libremente entre todos
los seres que habitamos el Universo infinito, el mismo que habita en este
pequeño jardín en un rincón del cosmos… El que llevas en tu corazón. ¡Dios
existe!
Ambos se levantaron y agarrados de la mano caminaron por el
jardín hasta salir de éste. Subieron la escalera, peldaño a peldaño…
Ángel Hache
Ángel Hache