Hace dos mil años, en una
sociedad donde unos pocos tienen el control económico, político, social,
religioso –léase romanos y sus lacayos: la jerarquía religioso-política judía–,
la libertad se limita hasta tal punto en que ésta consiste en conseguir el
sustento diario y con el gravamen de la entrega de gran parte de la riqueza
generada a quienes detentan el poder, tanto en tributos, como en especie.
Jesús se decantó por denunciar la
opresión a que su pueblo era sometido, lo que le granjeó la enemistad del poderoso
y la confusión entre aquellos que le
escucharon y siguieron. Gran parte de ellos le veían como un líder que les
llevaría a la victoria frente a sus opresores. La espada colgaba de la cintura
de muchos de ellos, algo que Jesús consintió, ¿por qué?
Sabía el contexto en el
que vivía el pueblo judío y su labor educativa nunca pasaba por la imposición
de ninguna pauta, ni siquiera que dejaran sus armas, apelaba a un trabajo de
transformación que demandaba un gran esfuerzo por parte de sus seguidores y,
ello, requería tiempo, mucho tiempo…
Cuando los hablaba de libertad,
lo hacía de la que los emancipa de sus propios “demonios”. Si la jerarquía
judía cometía todo tipo de injusticias, abusos, no les exoneraba a ellos de
tales tentaciones cuando tuvieran la mínima ocasión. Si Él, tal como pedían
muchos, se convirtiera en rey de los judíos, no por ese hecho y por arte de magia,
su mundo sería de la noche a la mañana un paraíso. Al contrario, a la mañana
siguiente todo seguiría igual. El trabajo que Él solicitaba era un cambio de
dirección en sus corazones, sin este cambio todo estaría condenado al fracaso.
Este cambio implicaba al otro como a un igual.
Ni siquiera le gustaba el papel
que le estaban dando de “maestro” pues apuntaba una y otra vez a que ellos
mismos eran sus propios maestros. No los dejó nada escrito ni fundó ninguna
organización: la semilla que dejó germinaría con lentitud en su interior. Y,
ésta, no era nada con la que se pudiera mercadear, dogmatizar, aprisionar... Sólo
podría eclosionar. El Espíritu del que Él los hablaba les habitaba desde
siempre. Su “Padre” no era más que ese Espíritu, y únicamente requería su
reconocimiento, su consciencia en sus mentes y corazones de dicha existencia.
La Hermandad, era una consecuencia lógica de dicho descubrimiento.
La muerte de Jesús en la cruz era
resultado del temor del poderoso ante la posible pérdida de sus privilegios. Dicho
acto, fue “aprovechado” por Él para acabar con el mayor temor de la humanidad:
la extinción de la vida. El cuerpo físico fue fusionado con la semilla que le
habitaba, “El Padre”, a un punto tal que nunca antes había sido alcanzado en
este mundo. “Naciendo” de nuevo a la vida en un cuerpo de luz que sus
seguidores pudieran visionar. Y se mostró ante éstos: “Mi Padre y Yo somos Uno”. Abrió de este modo la puerta certera a la
Eternidad de toda la humanidad.
“Ama a Dios –tu Padre, tu
Espíritu–, sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Con este
sencillo mensaje abrió una brecha en los duros corazones de quienes le
escucharon. Iba más allá de una rebelión ante el poder opresor externo. No es
sólo cuestión de cambiar a un tirano por otro en nombre de una supuesta liberación patriótica. Llegaba a la raíz del problema
que se haya en todo ser humano y al que él no era ajeno. Pero él supo verlo y
trabajó hasta sublimar la materia con la que estaba hecho su cuerpo. El amor
era y es su mensaje de liberación. Por eso no distinguía entre judíos y gentiles,
sabía lo que le hermanaba con ellos, lo cual no le hizo ser un fiel súbdito resignado
y silencioso. Su vida no estaba encauzada a “vegetar” sino a revolucionar el
alma colectiva humana. El sufrimiento llevaba, y aún lleva, instalado en demasía
en este mundo.
Su mensaje revolucionario está
hoy más vivo que nunca. Hay tiranía y esclavitud. Hay luchadores blandiendo aún
la espada en alto. Hay confusión y pesimismo. También hay esperanza y, quienes
están trabajando en sí mismos, están resquebrajando el duro corazón colectivo,
estableciendo puentes por encima de cualquier limitación entre unos y otros, pues en todos
habita la Semilla de la Vida… aunque para algunos sea sólo una utopía.
El paraíso del que Él hablaba
está aquí, en el alma que ha encontrado la paz, aunque siga siendo un peregrino
en el sendero al infinito. “Por sus frutos los conoceréis”.
Ángel Hache