Me encontré tumbado en el suelo sin saber cómo llegué hasta
este lugar: una oquedad, oscura y fría. Abrí los ojos y empecé a estirar mi
cuerpo que parecía entumecido, no sé si por el largo tiempo transcurrido acurrucado
o por el temor a encontrarme en un lugar desconocido y nuevo para mí. Palpé a
mi alrededor y parecía estar encerrado, una pared circular de piedra me
rodeaba; sólo escuchaba mi corazón palpitar. ¿Cómo había llegado hasta aquí? No
recuerdo nada, ¿es un sueño? Me senté intentando tranquilizar mi mente agitada.
No durará mucho tiempo, me dije. Acabaré despertando…
En medio de la oscuridad comencé a percibir pequeños puntitos brillantes pegados a las paredes, a continuación éstos parecieron
tomar vida danzando de un lugar a otro. Se acercaban a mí, pareciendo que me
observaban se aquietaban y nuevamente se alejaban cruzándose unos con otros.
Algunos chocaban entre sí, produciendo estallidos de luz que me divertían… Era
un juego inocente de ¿alguna inteligencia? Eso parecía. Cuando, de pronto,
todos se quedaron quietos, como obedeciendo a una orden inaudible e inapelable.
Al unísono bailaron aproximándose a mis pies –yo permanecía sentado– formando
una pequeña esfera de luz que tocaba la tierra. Ya no eran una multitud, sino
una nueva entidad. Me vi reflejado en ella, pues parecía un espejo. Mi reflejo
se introdujo absorbido por una fuerza que desconocía en ella y mi conciencia,
repentinamente, abandonó mi cuerpo y siguió el mismo camino.
Ya no me encontraba en una cueva a oscuras sino que yo era la
misma luz. Extendía mis manos y tocaba materia, era cristal de roca y ¡sorpresa!,
mis manos estaban hechas de la misma naturaleza. Nada había inerte a mi
alrededor, todo rezumaba vida. Entonces noté que emanaba del suelo un rayo de luz
que entraba en mí. Me levanté asustado. No sé cómo conseguí calmarme y dejé
hacer… Cerré los ojos y sentí cómo la luz ascendía lentamente, inundándolo todo,
como el agua llena un arroyo seco con la primera lluvia de otoño.
¡Paz! Nada me importaba ya, si era sueño o no, era
indiferente. Disfruté como nunca lo había logrado. Mi ser se expande al ritmo
del fluido de luz. Ascendí con ella y en ella, y la luz tomó forma: fuego. Un
fuego que vivifica, encendía y despertaba rincones dormidos. Serpenteando se
movía en mí; al acercarse a mi corazón, tonalidades rojas y amarillas se
fundían en una danza loca e imparable hasta que un estallido ocurrió… Ya no
había luz, ni siquiera una pequeña llama… Oscuridad, silencio, vacío… ¡Nada!
Intentaba tocar algo, era imposible, ¡no tenía manos, ni cuerpo!, y sin embargo
existía.
No sé cuánto tiempo pasó, o si pasó siquiera el tiempo… pero
ocurrió que estaba en mi habitación, sentado en posición de loto en un viejo
sillón. Una mano me acarició suavemente. Sonriendo me dijo: “Hoy has llegado
lejos, tu rostro fue cambiando, mostrando a otros, de otros tiempos, otros lugares…
Incluso donde la forma se pierde en el infinito”.
Yo contesté: –Puede ser…
Ángel Hache