Caminaba Kamalini por las intrincadas callejuelas de la gran urbe, a la que entraba por primera vez. Le hablaron de un yogui que había trascendido su alma del mundo de maya, quería ver y escuchar de primera mano el mensaje de un buda viviente. Al contrario de lo que pensaba, y a pesar de su insistencia, nadie sabía darle indicaciones de dónde se encontraba tan singular personaje, como mucho le referían sobre diferentes templos con imágenes budistas, pero nada sobre un Buda viviente. Hasta llegó a pensar si todo habría sido el fruto de un sueño.
Pasaron varios días de búsqueda infructuosa. Había recorrido la urbe palmo a palmo y nada, ni rastro del ser que buscaba.
Una noche, dormida Kamalini sobre el banco de un parque, se le acercó un mendigo.
―Por favor –le dijo con voz pausaba y cansada–, ¿puedo pasar la noche aquí? Señalando con su mano, arrugada por el paso obligado de los años, el banco en el que reposaba Kamalini.
Ella, un tanto sorprendida, miró a su alrededor y vio que otros bancos estaban vacíos, algunos incluso tenían pedazos de cartones abandonados por algún vagabundo. Se sentó y le cedió parte del banco, dejando aún calientes los cartones sobre los que había dormido. El mendigo se tumbó dándole las gracias. Dejó una bolsa desvencijada y vacía a sus pies, quedándose profundamente dormido.
Kamalini no consiguió cerrar sus ojos, pasó la noche observando al mendigo. Su cuerpo estaba enjuto, marcado posiblemente por una vida dura; su pelo, canoso y escaso, le llegaba a los hombros, y junto a una exigua barba le daban un porte algo singular.
Debía de tener al menos setenta años, por las arrugas de su semblante –se decía Kamalini.
¿Qué hace que una persona pase, quizás sus últimos días, abandonado en un lugar como este parque? ¿Habría encontrado el sentido de su vida o, su vida sería un auténtico fracaso? ¿Acabaré del mismo modo mis días? Y así, con estas y otras preguntas semejantes de Kamalini el alba de un nuevo día llegó.
El mendigo abrió sus ojos. Mirando a Kamalini metió sus manos en la pequeña bolsa que portaba y sacó un pedazo de pan, partió dos pedazos iguales.
―Toma –le dijo el mendigo–, comparto contigo aquello que he encontrado en mi bolsa.
Ella un tanto sorprendida, pues vio claramente que en la bolsa antes no había nada, aceptó con agrado el pan. En silencio, ambos, sin ninguna prisa, acabaron su ligero desayuno…, quizá fuera lo único que saborearían a lo largo del día.
El mendigo preguntó a Kamalini el porqué de su estancia en la ciudad, pues por las facciones sabía que no era del lugar. Ella le contó sus motivaciones, él escuchaba atentamente sin pestañear. Kamalini se dio cuenta que la expresión del rostro del mendigo no correspondía a la que había visto minutos antes, su piel se encontraba tersa y el brillo de sus ojos desprendían una serenidad sin igual. Casi sin darse cuenta, el mendigo extrajo de su bolsa un saquito con semillas de trigo y puso un grano en la mano de Kamalini. Ella miró su mano y le miró a él, no comprendía.
El mendigo sonrió.
―¿Buscas a Buda vivo? –le dijo.
Kamalini asintió con la cabeza.
―Guarda el grano de trigo en esta bolsa –continuó el mendigo–, ofreciéndole la suya.
Siguió hablándole el mendigo:
―Todo aquello que pides con humildad, busca en la bolsa y lo obtendrás; más antes has de dar, compartir con los demás, algo tuyo hasta que ya nada poseas. Todo deseo lleva consigo el apego y la posesión. Querrás defender aquello que crees que te pertenece llegando incluso a hacer daño al prójimo razonando con argumentos “válidos” tal actitud. Nada justifica el más mínimo daño a tu hermano.
El mendigo se levantó, miró a los ojos a Kamalini.
―Recuerda –le dijo–, que la energía nunca ha de detenerse, de hecho nunca se detiene. Todo es energía viva, luz, tú y yo, todos. Le sonrió y se alejó dando la espalda a Kamalini, con un “volveremos a vernos”.
Ella se fijo en el rastro de luz que el mendigo iba dejando tras de sí. En un instante, todo su ser se convirtió en un haz luminoso hasta, poco a poco, hacerse imperceptible en la lejanía.
Kamalini se levantó abrumada por lo acontecido. Abrió la bolsa. Metió la mano sacando el grano de trigo y, cuál fue su sorpresa, al ver que éste brillaba con una luz que no era de este mundo.
Una paloma se acercó a Kamalini, con un giro de su cabeza parecía pedirle un poco de comida. Kamalini sonriendo se arrodilló, posó su mano junto al suelo, la abrió y la paloma suavemente con su pico tomó el grano. Retrocedió y se marchó volando, dejando una estela de luz en el aire.
Kamalini continuó su marcha, esta vez alejándose de la ciudad, sin deseo y con una bolsa vacía. Sin darse cuenta, su cuerpo brillaba como el Sol que nos alumbra cada día.
Ángel hache