Miré a mi alrededor, la estación estaba repleta de gente, era un día clave del año: nochevieja. Muchos encuentros y despedidas, alegrías y tristezas. Ramos de rosas para la novia que desde el último permiso el militar no vio. Besos que nunca acaban al marido que el destino le hizo marinero, seis meses de ausencia son demasiado, a los que ninguno de ellos se acaba de acostumbrar. El grupo de estudiantes ansiosos de disfrutar de las pistas de esquí y de alguna noche loca en la discoteca. Un turista asiático un tanto despistado fotografiando a los limpiadores del andén, confundiéndoles con Dios sabe quién.
Y en medio de toda esta multitud, me preguntaba: ¿qué demonios -dejémosles existir aunque sea sólo en estos momentos- hago yo aquí?
Sólo sabía que debía de tomar ese tren, el billete lo encontré ante la mesilla de noche con una nota, en la que decía: “Urgente, sin falta, toma el tren, no es necesario que lleves equipaje, allí te esperan”. Firmado por “El Jefe”.
Así que cuando “El Jefe” te dejaba una nota o cualquier otra señal inequívoca, uno sabía que no era el momento de hacer preguntas sino de pasar a la acción, las respuestas vendrían solas una vez que tomara el dichoso tren. Sin tiempo para largas despedidas, nunca bien aceptadas por todos, sin darme casi cuenta me encuentro ante la puerta del vagón nº 17. Desde luego “El Jefe”, así le gustaba además que le llamara, tenía un buen sentido del humor… negro, no perdía detalle ni nada lo dejaba al azar, sabía lo que para mí significaba ese número, pero eso es otra historia.
Entré en el vagón deseando encontrarme a quien me esperaba según la nota. Sólo faltaban cinco minutos para que saliera el tren y quien suponía que subiría al tren no aparecía, por lo visto a alguien se le pegaron las sábanas.
El silbato de la estación daba comienzo al cierre de las puertas automáticas, este tren provenía del Este y no podía esperar ni un minuto más y los que ya venían en él deseaban más que yo que partiera.
Las ruedas comenzaron a dar sus primeros giros, con algún chasquido insufrible. Me asomé por la ventanilla intentando ver a alguien acercarse corriendo, pero nada, sólo pañuelos despidiendo a los que se van. Los orientales gritaban desde las ventanillas ¡torero, torero!. Quizás los pañuelos les recordaban la corrida de toros del día anterior. Sonreí y tomé asiento y pasados cinco minutos la ciudad se perdía en el horizonte de bloques y asfalto.
El traqueteo del tren me produjo sopor. Comencé a ver ovejitas: una, dos, tres… Y entré en el mundo de los sueños… Me vi por encima del tren, contemplando la ciudad al fondo, y al otro lado del horizonte grandes montañas cubiertas de nieve eterna. De pronto me encontré en medio de ellas, acercándome rápidamente a lo que parecía ser un inmenso jardín, con edificios que parecían hechos de cristal.
Una silueta de mujer parecía haberse fijado en mí. Me acerqué a ella, su cuerpo era luz y su cabello fuego. Sonriéndome me llamó por mi nombre.
Sobresaltado desperté del sueño, alguien agitaba mi hombro.
¡Larry, Larry, despierta! Un poco trastornado me giré hacia quien interrumpió mi dulce sueño.
¡No me lo podía creer, era la mujer de la montaña!
“El Jefe” nunca dejará de sorprenderme. “…Allí te esperan”, decía la nota.
Ángel Hache