Hay días que se quedan grabados, que nunca se olvidan, y de ellos los que, curiosamente, una cifra se repite una y otra vez. Hoy es uno de estos últimos. Me alegro que esté trascurriendo con normalidad, puede que los duendes ya se hayan cansado y todo quedó en el pasado. Recuerdo algunos de ellos, parecen tan lejanos… Quizás capté el mensaje subliminal y haya pasado a otra etapa, una en que la vida trascurra con cierta calma.
A veces me pregunto si fueron reales, porque sólo están en mi mente, nada de ellos puedo aprehender, traer al presente. Claro, que, lo que viví ayer mismo ya no está, y sin embargo, tanto éste como todos mis días han ido construyendo como granos de arena, la duna en que me he convertido, y como tal, estoy a merced de los vientos. Vientos que soplan al ritmo que mi alma impele. Pasaron los tiempos en que eran otros soplos los que conformaban mi efigie, empujado por lo que llamaba “destino” o el azar…
«No era yo más que una oveja que junto a otras era llevada de unos pastos a otros, conducido por un pastor, reconozco que éste era “un buen pastor”. Un día me pregunté por qué… ¿No era posible alejarme, aunque sólo fueran unos pasos, más allá de lo que la senda, marcada por siglos de transitar, aconsejaba como seguro? Veía hierbas creciendo en la lejanía, junto a la montaña.
»Un día me decidí. Le dije ¡hasta pronto! al pastor. Él, con una sonrisa, me dio su aprobación. Yo sabía que no la necesitaba, pues sentía que era el momento de explorar el mundo exterior, aun así también sonreí. No miré atrás, con paso decidido me alejé, con la mirada concentrada en la montaña lejana.
»La soledad no la conocía. Al principio fue duro, estaba acostumbrado al roce, al cariño del rebaño. Todos formábamos una familia y éramos felices al abrigo del pastor. Ahora era solamente un recuerdo, eso sí, lo revivía una y otra vez, cuando la tristeza –nuevo sentimiento para mí– me inundaba. Me alimenté de cuanto encontraba hasta llegar a mi destino. No todas las hierbas me sentaron bien. Enfermé, creyendo que encontraría el final de mi vida en cualquier momento. No sé qué fuerza hizo que siguiera caminando. Recordaba palabras de aliento de mi viejo pastor cuando la sequía hacía que nos costara encontrar hierba fresca: “Confiad”… Y, siempre, terminábamos llegando a algún vergel desconocido hasta entonces. Parecía conocer con antelación nuestro futuro.
»Miré atrás, por si acaso alguna oveja siguió mis pasos, pero no fue así. Estaba ya a los pies de la montaña. Me alimenté, descansé y dormí profundamente.»
«Soñé: pastaba en un valle desconocido, donde convivían animales que nunca había visto, grandes y pequeños, y todos estaban afanados en tareas que no comprendía; yo era uno de ellos. Ya no andaba a cuatro patas, sino que me mantenía sobre mis dos traseras… ¡Qué extraña sensación! Pero lo más sorprendente fue cuando me acerqué a un arroyo y me vi reflejado en el agua… ¡Oh! ¡Mi rostro! ¡Es semejante al del pastor! Creí desfallecer…
¿Cómo es posible? ¿Estoy soñando? Pero es tan real…
»Se acercaron varios animales con apariencia similar. Me tranquilizaron con una palmadita en la espalda. ¡Bebe y ven con nosotros! –dijeron.
»Les acompañé, como antaño seguía a mi pastor. Vestían ropas que nunca había visto a él llevar. Dos se pusieron a izquierda y derecha. No temas nada –manifestó uno de ellos–. Me fijé en los ojos de ambos, unos eran como los míos, redondos; pero los del otro, que era más alto, me daban cierto recelo: eran oblicuos y con una mirada profunda que hacía que todo mi cuerpo vibrara. Me sonrió, dándose cuenta –no sé cómo– de lo que me estaba sucediendo.
»Somos como tú –dijo el alto– y también formamos una familia, aunque nuestras apariencias sean tan diferentes. Venimos de rebaños distintos y durante mucho tiempo también nos guio un pastor. También, en un momento decisivo de nuestras existencias, tomamos la misma decisión crucial que tú tomaste: crear nuestro propio destino. Comprendimos que éste no sería fácil. Lo cómodo era seguir al pastor, nuestros días eran plácidos, ¿por qué dejarlo?
»En cada uno de nosotros –continuó–, llegado el momento, sentimos curiosidad, que más adelante se convierte en un impulso que nos impele a dar un paso más y otro. Forma parte de nuestro deseo de perfeccionamiento, un sentimiento innato que ha estado adormecido, como una serpiente enroscada esperando los primeros rayos de sol de un nuevo día. Ese calor ya no parte del que nos damos unos a otros en el rebaño, ni siquiera del que el pastor nos regala con sus cuidados, parte de nosotros mismos, ya que en cada uno hay un diminuto sol que poco a poco se expande, al ritmo que le marca nuestra voluntad, nuestros deseos más puros y nuestra acción compasiva. Acabamos comprendiendo que explorando otras tierras, hacemos un viaje interior, que todo cuanto ocurre fuera está aconteciendo dentro. Nos convertimos en peregrinos de nosotros mismos. Todo cuanto sucede a nuestro alrededor, a nuestros congéneres, nos está pasando a nosotros. El sol que nos habita, el “pastor” que nos guía ahora, nos enseña día a día que hay que llevar luz y calor a rincones oscuros, aparentemente deshabitados, inexplorados. Éste te da el alimento suficiente para existir, ya no necesitas de otro alimento, ni tienes que ocupar tu precioso tiempo en sobrevivir. Ahora todo tu esfuerzo consiste en ser portador de alegría, la de quien nada busca porque cuanto existe lo lleva en él.
»Has visto cómo en el rebaño del que procedes iban muriendo quienes llegaban a viejos, quienes caían en las fauces de lobos, quienes no tenían acceso al alimento. No creas lo que tus ojos han visto. Tu verdadero cuerpo es este que ves, tiene una apariencia, pues todo tiene forma; el otro, el que dejas atrás, no es más que la consecuencia del aprendizaje que un día lejano emprendiste… una ensoñación. Tu familia es esta, somos también las “ovejas” que te acompañaban, salvo que ahora nos hemos convertido en “pastores”. Hay, otras tierras, donde pastan ovejas sin pastor, sin dirección, sin destino. Esperan, sin saberlo, que un pastor les enseñe. Más no necesitan seguirlo a fértiles campos, sino que les muestre el sol que les alimente por siempre. ¿Quieres ir?
»Me quedé pensativo ante las palabras que atentamente había escuchado. ¿Quién era yo, sino una oveja que lo único que pretendía era explorar otros campos? Sabía que la decisión de abandonar el redil me podría traer problemas y alguna que otra satisfacción. No me importaba. Cansado estaba de vegetar y ver cómo vegetaban las demás. ¿Era esto todo cuanto nos daba la vida? Y, de pronto, me encuentro que la vida es mucho más de cuanto conocía, que la muerte no existe, sino que todo vibra a ritmos diferentes y ello hace que sólo perciba un pequeño fragmento de mí mismo, aquel que me satisface durante un tiempo y al que presto toda mi atención. Estos seres me estaban mostrando que yo soy pura vibración; que tengo el poder de materializar cuanto imagino, creando un mundo donde se manifiesta y disolviéndolo cuando dejo de prestarle interés. Muerte y vida no son más que esto: un campo de sueños… del que quien Soy permanece despierto.
»Sin saber cómo desperté en un pastizal. No tenía hambre. La montaña, imponente, perdió mi interés de ascenderla y ver qué había al otro lado. Dirigí mis pasos al valle, al encuentro de alguna oveja con la que compartir un poco de calor y alegría, la de mi alma.»
Hay días que se quedan grabados… Hoy es diecisiete.
Ángel Hache