Las palabras se las lleva el viento, su esencia permanece hasta que te liberas y ya nada te ata

EL ÁGUILA


En la aldea estaban inquietos contemplando la puesta del Sol, era la última según les habían contado. Un aldeano, triste, se alejó  tomando el camino al monte. Cuando llegó a su cima, rompió a llorar. No comprendía qué estaba pasando. ¿Era verdad que la vida acabaría, que en la nada se disolvería la existencia de todos?  
La oscuridad de la noche le alcanzó. Un águila revoloteaba sobre el aldeano. Acabó posándose junto a él.  ¡Acompáñame! –le conminó–.  Él, extrañado, se acercó al águila. ¡Sube sobre mi lomo!, casi le exigió éste.  Al poco se encontraron volando rumbo al Este. Un viento cada vez más intenso soplaba tras ellos, tanto que se encontraron en las antípodas de su mundo en pocos minutos. Llegaron a una playa en una isla perdida. 
¡Observa el mar! –dijo el águila.
El aldeano así lo hizo sin saber porqué. En segundos, sobre la inmensidad del mar, en medio de la oscuridad,  una pequeña luz asomaba por el horizonte. Poco a poco se fue haciendo más grande. El aldeano sorprendido contemplaba un Sol como el que él conocía. Sin palabras, el águila, le requirió que subiera nuevamente sobre él.
Emprendieron el viaje de vuelta a la aldea. Otra vez el viento sopló con fuerza. En segundos se encontraron a la entrada de ésta. Otra vez la noche. Se despidieron con un ¡hasta pronto!

El aldeano alborozado corrió a comunicar a sus congéneres que pronto saldría el Sol, pues  lo había visto. ¡No había muerto! Les contó su encuentro con el águila, pocos le creyeron. A él no le importó, lo había vivido y nada necesitaba demostrar, sólo dejar que el tiempo pasara. Sabía que la esperanza de un nuevo amanecer, la certeza de un nuevo día no eran una quimera, sino una realidad porque él lo contempló.

Ángel Hache

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