Las palabras se las lleva el viento, su esencia permanece hasta que te liberas y ya nada te ata

EL SIRIO



Hace unos años tuve un encuentro casual con un sirio, no era de nacimiento, sí de adopción, pero, según me dijo, Siria es un país donde no te preguntan cuál es la tierra que te vio nacer, ni por qué se decidió migrar; están acostumbrados desde cientos de años a acoger con los brazos abiertos a quienes han decidido instalarse allí, sin más.

De donde él provenía, los conflictos interreligiosos estaban a la orden del día, al igual que el sometimiento a unas fuerzas opresoras que nada respetaban, ni la vida ajena. Las escusas para invadir su tierra de origen encerraban un gran complejo de inferioridad escondido en grandes palabras como prosperidad, libertad, orgullo, raza… El único afán era la posesión de las voluntades ajenas, humillarlas hasta ver  seres desposeídos de lo más preciados: la libertad de ser y pensar.

Me contaba que ellos vivieron de un modo sencillo, no necesitaban grandes posesiones, la tierra se trabajaba entre todos y lo que ella producía se repartía equitativamente. Nadie decía: “esta tierra me pertenece”. Ni siquiera tenían una bandera, ni la necesidad de sentirse formar parte de una gran nación. Lo poco que tenían cabía en un morral. Así fue hasta la invasión… que por añadidura trajo la división entre los autóctonos. Un cáncer que fue royendo la vida apacible. Algunos, de corazón débil, engañados por los oropeles, se pusieron del lado del invasor, fueron más crueles que éstos.

«No poseíamos armas –me decía–, la palabra era la que resolvía las diferencias que iban surgiendo durante edades. Ni siquiera necesitábamos de un dios que nos guiara a ninguna parte; nos sentíamos parte de la naturaleza, de la tierra que nos amamantaba día a día, y por ello estábamos agradecidos siempre. Todo cuanto necesitábamos saber se encontraba en nuestro interior.
»Con la invasión –continuó–, llegaron dioses de barro, gentes que nos decían a quién adorar, a quién escuchar sin rechistar y algo más aterrador aún: a quien obedecer sin preguntar. Su lenguaje embaucador hizo mella en muchos, provocando duros enfrentamientos entre nosotros. No atendían a razones y acabaron usando la fuerza del puño para convencernos…, algo que no consiguieron en muchos, nuestras manos estaban abiertas para agarrar el azadón, para tenderla a quienes nos necesitaba y no para dañar.
»Hoy, nuevamente, la historia se repite una vez más, es un bucle, una lección no aprendida. Unas células de nuestro corazón, nuestra alma, que no desean crecer, madurar, y quieren seguir el juego del dolor y sufrimiento, del miedo.
»Hoy, vivo exiliado, aunque cualquier tierra ya es mi tierra, ofreciendo lo que llevo en mi morral.
»Hoy, muchos de mis hermanos han emprendido el mismo camino, piden ayuda, como yo la pedí en su momento… El éxodo continúa. No dejes que los dioses de barro nublen tu mente y corazón, que tu mano abra la puerta a quien llame y no cierres el puño para golpearlo. Mañana podrías ser tú quien llame a mi puerta.»

No volví a verle, cada vez que alguien llama a mi puerta, la abro. Puede que un día llame a su puerta… para darle las gracias.

Ángel Hache

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